martes, 23 de abril de 2019

Laura




Antes de nada, permíteme pedirte perdón. Perdón por no haber sabido dejar atrás todo aquello que me encadena a ti, por no ser capaz de avanzar al mismo paso que los días. Te pido perdón, Laura. De verdad.

Sé que eras la primera que quería que tu memoria fuese lo que me diera fuerzas, y no al revés. Nunca podré encontrar palabras suficientes como para poder explicarte el esfuerzo tan desesperado que llevo realizando desde que te fuiste. Esfuerzo por no rendirme ante la más nímia de las adversidades, por no abandonarme al pozo oscuro en el que se convirtió mi mente ante tu partida. Es una carga con la que debo lidiar cada día de mi vida, y no he dejado de luchar por aliviar su peso. Pero no consigo librarme de ella.

Lo sorprendente, triste o como quieras llamarlo -a mí mismo me cuesta describirlo- es que, en realidad, lo que me pesa más no es que te hayas ido tú. Eras mi vida, todo lo que necesitaba; todo lo que quería. Sin embargo, la losa más pesada con la que tengo que cargar a cada paso que doy no es otra que la soledad, la tristeza, la herida que todo esto ha acabado abriendo en mí. No sabes cuánto desearía que fuese un mal del cuerpo y no del alma, pues así, al menos, podría encontrar un remedio que mitigara el dolor. Por desgracia, no lo hay.

Si te va a ser útil para mirar con más optimismo esta situación, debo confesarte que no siempre me siento en ese abismo. De hecho, la mayoría del tiempo no noto nada distinto a lo que cualquier otro hijo de vecino puede experimentar en un día normal. No son esos los que me preocupan. Aunque, en realidad, los otros empiezan a preocuparme cada vez menos.

Quizá ante eso es ante lo que siento verdadero terror. El no preocuparse. El identificar el dolor del alma como algo tan natural como el del cuerpo, como algo que puede surgir sin previo aviso por un despiste, como si de un corte en medio de un zarzal se tratara. Pero parece que es el camino que recorro hoy. De nuevo, ojalá fuese un corte por una espina fugaz y no una herida abierta por el propio vacío, porque no encuentro la forma de deshacerme de ella.

De momento, por lo menos, no he llegado a ese punto. Soy consciente de que perderte es la causa, probablemente, de todo lo que me hace sentir que la vida va cuesta arriba en lugar de ser un camino adosado. Nunca necesité que fuese un sendero de rosas, pero tampoco esperé que la dureza en cada paso acabara obligándome a descubrir lo que era el dolor, la sangre y el llanto. Nunca esperé que yo sería uno de esos pobres vagabundos que pierden su rumbo en tal sendero y avanzan sin ninguna seguridad de si con cada paso se acercan o se alejan de aquello que buscaban al iniciar su andanza.

Pensar siquiera en verse en una situación así era, antes de que me viera obligado a tomar ese camino, algo realmente horrible. Algo que, imagino, debe infundir un miedo visceral y descontrolado a cualquiera que pase sus días sin más contratiempo que aquél que ocurre fuera de su propio ser, de su propia mente. De su propia esencia.

Concepto curioso, la esencia. Llevo prácticamente la mitad de mi vida con esas siete letras clavadas en mi mente, siempre con el mismo significado. Y nunca pensé que podría cambiar tanto la esencia de alguien hasta que tuve que contemplar como yo mismo perdía lo que era y me reconstruía con lo que me quedaba de un pasado mejor, con los restos de aquello que durante los años posteriores he buscado sin descanso hasta que me he dado cuenta de que no podía hacer otra cosa que no fuera avanzar y convertirme en algo distinto.

No sé si he acabado siendo mejor o peor; solo sé que he cambiado después de toda la tormenta que desataste al irte. Escribir estas líneas no me invita, precisamente, a ser optimista, pero lo que plasmo en ellas sí. Necesitar hablarte después de tanto tiempo, casi dos años, debería preocuparme, pero, como te decía, ya no hay muchos retales de lo que fuimos que me preocupen. Simplemente me acompañan. Me formaron. Me envenenaron y, después de mucho tiempo, pasaron a ser parte de mí, pero no como problemas sino como cargas.

Así, no sé por qué te escribo esto exactamente. Quizá podrías ayudarme a volver a sentir todo aquello que tu marcha me arrebató, todo aquello cuyo recuerdo me fuerza a vivir sabiendo que hay algo mejor que, por desgracia, no parece asomarse por el horizonte hacia el que yo ando.

O quizá no. Al fin y al cabo, ya no eres alguien a quien pueda dirigirme. Ya no estás, ya no existes. Eres una de las piezas del puzzle que la vida me ha obligado a ser. Aun así, no puedo ignorar tu ignorancia. Un rompecabezas sin su última pieza nunca podrá mostrar una imagen digna de ser contemplada. Espero que algún día yo pueda encontrar esa pieza que me falta para poder mirar de nuevo mi reflejo en el agua sin sentir lástima.

Hasta entonces, seguiré andando. El sendero no es extraño para mí, así que no te preocupes. Seguiré, porque es lo único que tengo. Hay personas a las que sigo queriendo hacer feliz y que quieren hacer lo mismo por mí, así que no hay razón para dejar de andar. Solo espero que la carga de tu recuerdo sea más liviana con cada paso, con cada metro o incluso con cada kilómetro que recorran mis pies exhaustos. Lo espero y lo necesito.

Espero que los vientos te sean favorables, Laura. Cuídate. De verdad.



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