La sangre era lo único a lo que podía recurrir para recordar el camino. Cada centímetro de su trayecto no era sino un centímetro de rojo intenso y recuerdos que parecían querer tomar el control total de su mente.
Miraba hacia atrás, encogiéndose por el frío y con un el ceño fruncido. Un camino de hielo de no más de un metro de amplitud, en su día impoluto, ahora amenazaba con hacerse cada vez más estrecho y dejar que cayera a un vacío del que sabía que no podría volver.
Continuó andando por aquel precario sendero con el anhelo de que el tiempo le mostrase el final. No era sino un deseo que antaño se le antojaba terrorífico y ahora, por desgracia, natural. Prácticamente lo deseaba. El deseo de un descanso, fuese cual fuese su duración, le aterraba y le atraía de una forma que no podía considerar de otra forma que patética.
Bajó la vista al suelo, dejando que las lágrimas, por fin, cayeran. Entre sollozos, visulmbró su propia imagen, reflejada en el hielo.
Pero no era como la recordaba.
Un ser idéntico a él, pero de piel blanquecina, con un morado intenso naciendo de sus párpados y extendiéndose por parte de su rostro. Dos extensos surcos iban formándose con la caída de las dos gotas rojas que sus ojos, de aspecto cansado, dejaban caer sobre sus mejillas.
Pero no sentía nada de eso en sus carnes.
Se llevó las manos a la cara, intentando palpar semejante imagen, sentir la sangre con sus dedos. Pero no lo consiguió. Las restregó, desesperado, por todo su rostro para encontrar algo, lo que fuese, que tiñiera sus dedos de rojo.
Nada.
No podía sentir nada de aquello.
Y añoró el dolor.
Añoró tener algo que perder; un deseo, una luz, un motivo para seguir adelante. Una sola meta que no fuese fabricada a base de terapia y que le permitiera levantarse con fuerza para seguir enfrentándose a las pruebas más nímias.
Añoró tener esperanza.
Pero no la tenía. Era prisionero de su propia vida. Una vasija para un alma que había perdido su camino y, exhausto, había dejado que el destino fuese quien decidiera la dirección de sus pasos.
Había dejado de sentir que era alguien, que tenía la esencia del ser humano. Un cerebro pensante en un cuerpo sin vida, un corazón que latía por inercia y no por voluntad. Un espectador, al fin y al cabo, de la macabra obra de teatro en la que su día a día se había convertido tras años de luchar una guerra interna que, por desgracia, no pudo llegar a una tregua y acabó costándole más de lo que jamás habría podido imaginar al empuñar un arma por primera vez.
Ya no tenía nada real.
Sin saber qué hacer, volvió a caminar. Volvió a notar el hielo entre sus dedos, la sangre bajo sus pies y las lágrimas en sus mejillas.
Solo podía hacer eso. Caminar.
Así que siguió caminando. Cada segundo, cada minuto y cada hora.
Siempre con una sola esperanza. Y un solo miedo.
Encontrar el final.
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