La luz de las farolas era lo único que le acompañaba esa noche de cielo oscuro y viento frío. Paseaba por las calles vacías de un pueblo que desconocía sus sentimientos, que no conseguía consolar sus penas y que no entendía su dolor. Paseaba, en realidad, por pasear.
Cada metro que avanzaba parecía convertirse en kilómetros. Parecía que a cada instante su mente le implorase clemencia, pidiéndole un descanso. Su cuerpo, sin desgaste alguno, simplemente obedecía. Parecía moverse por instinto, con la cabeza baja y la mirada clavada en el suelo que pisaba. No entendía qué hacía ahí, pero tampoco quería buscar una explicación. Solo quería andar.
Sin rumbo fijo, solo cargado con su mochila y su libreta, pasó por delante de la panadería que visitaba cada mañana. Regentado por una antigua amiga de la familia y de costumbres tradicionales, ese local solo le traía buenos recuerdos. No pudo evitar esbozar una sonrisa exhausta al fijarse en el monigote del cartel, la mascota del establecimiento, recordando las decenas de veces que lo había dibujado de pequeño.
Por algún motivo, comenzó a sentir nostalgia del lugar en el que se encontraba en ese mismo instante. Un deseo irrefrenable, pero frustrado, de volver a aquellos días.
El silencio de unas aceras totalmente vacías solo se veía interrumpido por el sistemático canto de algunos grillos que todavía no habían dado por terminada la jornada.
Sus pasos lo condujeron al puerto pesquero casi sin darse cuenta. Construido en madera, con poco más que un pequeño muelle y una pasarela de unos metros de longitud, siempre le había parecido que ese lugar era la viva imagen de lo que, para él, representaba el pueblo: un vestigio de una sociedad más modesta, humilde.
Un suspiro escapó mientras recordaba las mañanas que había pasado con su padre aprendiendo a pescar sobre ese camino que se alzaba sobre el mar. Cada memoria, cada segundo, cada momento le parecieron mucho más lejanos de lo habitual. Torció el gesto con desilusión, apartando la mirada.
Avanzó sobre los tablones, todavía algo húmedos a causa de la marea. Se detuvo al final de la pasarela. Cuando quiso dirigir la vista al agua, se dio cuenta de que algo parecía tambalearse en su visión. Con dos parpadeos rápidos, instintivos, empezaron a brotar lágrimas que fueron cayendo fugazmente de sus ojos.
Se dispuso a secárselas, pero sus manos se detuvieron, como si luchasen contra su voluntad, y acabaron cubriendo toda su cara. No pudo evitar sollozar con cansancio, temblando, refugiando todo su rostro entre sus dedos.
Notó cómo, de nuevo, sus fuerzas parecían abandonarlo.
No era una sensación nueva.
El leve rumor de las olas acariciando las rocas de la costa intentaba calmar el alma de aquel que, allí, lloraba ante la oscuridad del mar. Los grillos continuaron con su recital mientras la brisa marina y el olor familiar del agua salada empezaron a reconfortarlo con un abrazo intenso, silencioso, erizando su piel.
Se llevó las manos a sus hombros. Inspiró profundamente, con dificultad, y expulsó todo el aire por la boca.
Sujetó su libreta mientras se quitaba la mochila y la cazadora.
Volvió la mirada hacia atrás, hacia su pueblo. Hacia su hogar. Con los ojos cargados y la respiración algo acelerada, no consiguió ver en él la fuerza que necesitaba.
No consiguió salvarse. Sintió, después de mucho tiempo, que había acabado perdiendo su batalla.
Todo el esfuerzo, la paciencia y el dolor no habían servido para nada.
Él no había sido capaz.
Un llanto intenso y desconsolado acabó por dominarlo. Miró de nuevo en dirección al mar, al horizonte.
Añoró todo lo que estaba a su espalda. Todo lo que sabía que estaba a punto de dejar.
Añoró ser quien era.
Añoró ser feliz.
Con una última lágrima rasgando su mejilla, soltando todo el aire, se dejó caer.
No quiso abrir los ojos.
No quiso volver.
Dejó que el mar le diera descanso.
Y se fundió con la noche.
Con el mar.
Con el pasado.
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