No sé si es la forma más acertada de decirlo, pero no se me ocurre otra. Es extraña esta sensación. El querer más, pero no poder conseguirlo. Imaginarse a una versión de ti que consigue lo que quiere y, lo peor, envidiarla por ello.
Envidiarla porque a ella sí le han dado las oportunidades que a ti se te niegan, por las cuales te esfuerzas cada día pero que no alcanzas. Ella, la versión imaginaria, es feliz. Lo tiene todo. Se levanta sabiendo que su día va a ser genial. Llegará a clase y le darán la nota de un examen. Sin nervios, mirará la hoja y verá el notable o el sobresaliente de turno. Levantará la cabeza y la chica que siempre sonríe al verlo lo hará de nuevo.
Y saldrá de clase e irá al bar de su facultad, con toda la clase. Allí, se sentará en una esquina, mirando el móvil, que ha recibido cientos de mensajes durante la clase. Y alzará la vista y verá a esa chica de nuevo, sentándose justo a su lado mientras le sonríe, una vez más. Dejará el móvil y charlará con ella, sin parar de sonreír. Mientras, los demás jugarán a cartas, ajenos a ese pequeño trozo de cielo que se ha creado a menos de dos metros de ellos.
Serán los dos únicos en salir antes del bar. Darán una vuelta por los alrededores hablando de nimiedades, intentando no perder la voz por estar junto a esa persona por la que cada noche cuentan las horas que quedan para volver a la facultad. Intentará no mirarla mucho, aunque será difícil. Su rostro, de facciones finas y suaves, querrá atrapar su mirada. Cuando esta se de cuenta, reirá nerviosa. Porque ella estará intentando exactamente lo mismo, frotando dos dedos para mantener la calma, distraer la mente o algo por el estilo.
Llegarán a la estación de tren donde él tiene que coger el suyo y se fijarán en la pantalla de horarios. Tres minutos para el próximo. "Demasiado poco" piensan los dos, pero ninguno lo dice. Se sentarán para esperar la llegada del tren, muy cerca el uno del otro, pensando en lo que quieren, desean, anhelan hacer... Pero no hacen. Por miedo a perder al otro, por vergüenza, por indecisión. No lo hacen.
Llegará el tren, y él se levantará.
Pero su brazo tirará de él hacia abajo. Será ella, que lo está sujetando, con la boca temblorosa, aún sentada. Él la mirará, la cogerá de la mano y ella se levantará de forma instintiva. Se mirarán. A los ojos, a los labios. Se mirarán. El tren cerrará sus puertas e iniciará su marcha de nuevo, provocando un viento inquieto que removerá sus cabellos.
Y se besarán, cerrando los ojos.
Perderán la noción del tiempo, deseando que eso no acabe. El beso, de quizá unos segundos, les parecerá lo mejor que han vivido. La primera vez que han pasado la línea, la primera vez que la barrera del miedo no ha podido con ellos. Y separarán sus labios, pero, frente con frente, se susurrarán lo que llevaban meses queriendo decir a alguien que no fuese su techo mientras pensaban en el otro cada noche. Dos palabras que les harán por fin sentir que su vida está completa.
Y llorarán. Aliviados, felices; no sabrán muy bien el por qué. Pero llorarán, abrazando al otro.
En ese momento, todo lo que no esté a escasos centímetros de ellos pasará a no importar nada. Absolutamente nada.
Y reirán, secándose las lágrimas.
No se darán cuenta de lo triste que es en realidad, pues solo forman parte de tu imaginación. Aunque de eso ya se da cuenta uno mismo, por desgracia.
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