Un 23 de mayo
Allí se encontraba con su amiga Marta, muy tranquila por el examen que tenían ese mismo día los que estaban aprendiendo italiano. Como cada día, charlaban un rato sobre temas de deberes, trabajos y, al final, de temas algo más personales. Se bajaban del autobús y emprendían su camino por la larguísima calle que llevaba hasta la puerta del centro escolar. Durante el camino más compañeros se iban uniendo a ellos. Javier, Celia, Alejandro... Iban acercándose uno a uno y formaban un grupo cada vez mayor, riendo y comentando tal o cual manía de un profesor que les caía mal a todos.
Llegaban a la verja del patio en el que los de párvulos correteaban y gritaban sin parar. Él se quedaba algo absorto con el sonido de un piano que salía del aula de música. Se acercaba, dejando que los demás siguieran su camino hacia clase, con cuidado. Y allí la veía; cada mañana, cada día, cada semana. Rubia, de ojos castaños, con un tono rojizo en los labios que resaltaba una nariz respingona que le daba un aire de ángel cuando jugueteaba con ella. "Laura", pensaba. Una sonrisa de puro embelesamiento le invadía el rostro.
Ella se daba cuenta de que había alguien cerca. Y miraba hacia atrás. Como cada mañana, se encontraba con esa sonrisa inocente que la observaba desde la soleada ventana. Dejaba de tocar, saludaba, con mucha serenidad, y le preguntaba cómo estaba. Se conocían muy bien, pero ni siquiera iban a la misma clase: sólo esos 10 minutos al día eran los que podían aprovechar para charlar tranquilamente. Ella le preguntaba sobre algún que otro familiar o problema que andaba sin resolver, y él respondía nervioso, con el corazón acelerado cada vez que la miraba a los ojos y ella le sonreía con esas mejillas vivas y risueñas.
Estaba completamente prendado de ella.
A veces cerraba los ojos y jugaba a imaginar cómo sería pasear juntos, ir a la playa, decorar el árbol de navidad: cualquier cosa. Se besaban, se acariciaban el pelo con delicadeza. Todo parte de su imaginación.
Eternas miradas con una sonrisa esbozada mientras contemplaban su mayor tesoro.
Y sonaba el timbre, sacándolo de ese mundo interior.
Él se despedía con aún más vergüenza por tener que cortar la conversación. Ella se levantaba, caminaba hacia él y le intentaba explicar "el chiste del día". Después de varios meses conociéndose, la lista era cada vez menor, pero todavía soltaba alguno bueno. En cualquier caso, tampoco importaba: él estaba tan nervioso por estar hablando con ella, incluso después de tanto tiempo siendo tan buenos amigos, que le reía cualquier cosa. Ella sabía que no todos sus chistes eran tan buenos como las risas de su amigo denotaban, pero le parecía adorable ese nerviosismo por estar enamorado de ella. Porque lo sabía: claro que lo sabía.
Ella no sentía lo mismo, pero en ningún momento quiso que él lo supiera, porque le quería de verdad. No como a él le hubiera gustado que le quisiera, pero sí como a un verdadero amigo, alguien en quien confiar para cualquier cosa y con el que existía una conexión especial. Le encantaba tener a alguien así a su lado. Sin embargo, y por mal que le supiera, no estaba enamorada de él.
Él, por su parte, no había hablado nunca de amores ni relaciones con ella, por lo que no sabía si ella sentía algo por él: suponía que no. Siempre que una mínima esperanza de empezar una relación con su adorada amiga empezaba a surgir, rápidamente se deshacía de ella. Le dolía, pero era lo que tocaba. Seguía pensando, igualmente, que era un chico feliz, y se sentía orgulloso de sí mismo.
Al llegar a clase, todo volvía a la normalidad. Por desgracia, eso no implicaba nada bueno.
Un chaval, compañero suyo, entraba por la puerta y gritaba su nombre. Le insultaba con la primera tontería que le venía a la mente y le tiraba algo. Los demás lo observaban sin mover un dedo por puro terror al abusón: tenía un año más que todos ellos y no dudaba en usar los puños contra el que se opusiera a él. Ya no tenían 10 o 12 años, pero alguien así seguía causando auténtico terror.
Aún con ese "imbécil", como decía todo el mundo, en clase, él seguía considerándose un chico feliz. Tenía amigos y le iban bien los estudios. Era todo lo que necesitaba.
Se engañaba.
Sonaba el timbre que indicaba la hora de salida. Nadie se despedía de él, e incluso se alejaban lo más rápido que podían por miedo a las consecuencias: si el abusón imbécil los veía cerca, podría tomarla con ellos. Estaba sólo. Cada día. A la misma hora. Por el mismo motivo.
¿Hasta qué punto tenía amigos? ¿Lo dejaban sólo porque de verdad creían que no había alternativa o porque les daba igual su seguridad?
El abusón, sin embargo, era todo palabra. Después, ni tenía interés en atizar a nadie ni en pelearse, pero esto era algo que sólo aquellos que se quedaban solos ante él sabían. El chaval sólo veía el proferir insultos a diestro y siniestro como un simple entretenimiento. Así que se iba, cuando ya había metido el miedo en el cuerpo a su víctima.
Una vez que el imbécil se iba, él estaba sólo. Sólo, de pie, en la clase.
Y siempre llegaba a la misma conclusión. No estaba sólo únicamente en la clase. Su vida era igual.
¿Por qué la gente le daba la espalda? ¿Por qué nadie le protegía cuando él sí se preocupaba por los demás? ¿...por qué ni siquiera la chica a la que quería era algo realista a lo que aspirar?
Bajaba por las escaleras, con cierta confusión emocional. No sabía si estaba aliviado, triste, enfadado o qué. Bajaba y ya no había nadie en el patio, ni siquiera las profesoras que solían quedarse recogiendo el estropicio que los párvulos armaban con los juguetes y la arena. Nadie.
Se sentía desgarradoramente sólo. Enfadado, confuso y sólo. Cada tarde era igual. Sin embargo, le sorprendió alzar la vista al reloj que se veía a través de las ventanas de un aula y descubrir que, en realidad, ese día había pasado mucho más tiempo en la clase, sin moverse, después de que el supuesto abusón se marchara.
Oyó un piano lejano, tocando una melodía lenta, triste. Era la primera vez que escuchaba las notas del piano tan tarde.
Era ella, estaba seguro. Estaban solos. ¿Por qué no iba a hablarle, a charlar un rato, si es lo que quería? Verla, saber de ella, poder disfrutar de su fina voz. Poder hacerlo cada día.
¿Era...? ¿Era un cobarde?
¿Su vida era realmente como él quería?
Cuando quiso girar la vista hacia la ventana que, también por primera vez, veía teñida por el tono cálido del atardecer, se percató de que algo mojaba su mejilla.
Alzó la mano para averiguar qué eran: sus propias lágrimas.
¿Cuánto hacía que no lloraba?
¿De verdad había inhibido tanto sus sentimientos que ya no podía llorar y cuando lo hacía ni siquiera lo sentía?
¿En qué lo habían convertido sus frustraciones?
La canción siguió sonando. Él fijó su vista en la ventana de nuevo mientras las notas que salían del piano se le iban quedando marcadas a fuego en el cerebro. La chica a la que amaba estaba allí mismo, tocando sin saber de su presencia: era algo que vivía cada día. Pero no así.
Cada nota se clavaba en su mente como un puñal. ¿Por qué no podía dejar de llorar?
Lloraba sin sentir. ¿Qué clase de reacción es esa?
No supo cómo actuar. Se quedó allí, parado, mientras escuchaba la canción dulce y apagada que salía de la ventana.
Deseaba ir con ella, pero no iba. Era la mejor oportunidad que había tenido en meses, y sabía que no la iba aprovechar. No se atrevía. No se veía suficiente.
Se dio cuenta.
Estaba esperando una oportunidad que no existía fuera de su imaginación. No iba a haber un momento de película con el que pudiera demostrar lo que sentía por ella.
Lo vio claro. Era un cobarde. Y su esencia era ahora más poderosa que sus sentimientos.
Por mucho que la amase, la perdería. Para siempre. Irremediablemente.
Sintió el dolor más espantoso que podía haber llegado a imaginar.
Y cayó de rodillas. Y sin dejar de sollozar, su garganta quedó dolorida tras soltar un tremendo grito mudo, como si fuera el último aliento que fuera a salir de su cuerpo. No era un grito de él: era un grito de su propia alma. Su interior.
Y, finalmente, todo su ser quedó quebrado por dentro.
Gritó de pura desesperación, llorando por su soledad, por la injusticia que teñía su vida, por las aspiraciones que se habían convertido en imposibes por ser quien era, por su cobardía: por todo. Por él.
Lloraba con la frente clavada en el suelo, golpeando el suelo con los puños. Al principio de forma suave, sin fuerzas; después con una potencia que ni siquiera sabía que existía dentro de él. Le sangraban los nudillos, y ahora sí lo sentía.
Se encogió, acercando su cabeza al pecho y agarrando sus rodillas, como un bebé atemorizado. Sin embargo, no sentía miedo: sentía furia. Un auténtico torrente de ira que le destrozaba por dentro y le hacía recordar todo aquello que se le negaba. Todo aquello que quería. Básicamente, a ella.
Sentía. Empezaba a sentirse humano otra vez, y se dio cuenta de que era lo más doloroso que le había pasado nunca.
Pasaron diez minutos.
Veinte.
Treinta.
No supo cuánto tiempo estuvo en el suelo, encogido, llorando. Se levantó tras un rato. No percibió el final, pero ya no se escuchaba la melodía que había estado saliendo de la ventana.
Una melodía que describía perfectamente cómo se sentía.
Se asomó por la ventana del aula.
La chica ya no estaba.
Miró el título de la partitura que ella había tocado mientras él lloraba.
"Amor".
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