lunes, 7 de diciembre de 2015

Vital

Despertó de golpe, sobresaltado. Se dio cuenta a tiempo, pero no le servía de nada. Una ingente cantidad de energía se aproximaba.

El planeta entero había dejado de preocuparse por los enemigos exteriores: él acababa con todos. Ante sus ojos se habían presentado enemigos gigantescos, diminutos, dementes como ellos solos, veloces como la luz, extremadamente inteligentes, con un talento innato e impresionante para luchar... De todo. Y todos habían sucumbido ante el humilde chico que los protegía, desde hacía tiempo, sólo, tras haber contemplado cómo la chica a la que amaba fallecía en sus brazos.

Ahora sólo él se preocupaba de las amenazas que llegaban. Y esta vez no era normal. Ni de su nivel.

Salió del lugar que él mismo había creado y escogido como hogar. Un edificio hermético, de forma irregular y poca altura, pero que ocupaba un espacio gigantesco. Sólo tenía dos cosas: un asiento en el centro y una sala para entrenar sus habilidades. Como si fuera un Olimpo del siglo actual, la gente contemplaba el lugar desde fuera, mirando hacia la ladera elevada en la que se encontraba, y se preguntaba qué hacía él dentro.

Se elevó unos metros del suelo y no le hizo falta concentrarse: la brutal masa de energía que había sentido estaba cada vez más cerca.

Se concentró, calculando cuántos enemigos a la vez podían llegar a atacar. Todos los que venían.

Más de ochocientos millones. Todos ellos de una fuerza similar a la que él tenía medio año atrás, más o menos.

Dejó de centrar su atención en los enemigos. Abrió los ojos. La respiración acelerada, los labios apretados y la mente llena de dudas. Por primera vez en mucho tiempo no encontraba salida:estaba destinado a ser derrotado por esas bestias de otro mundo cuyo cuerpo gozaba de una mitad robótica extremadamente potente incluso bajo su punto de vista.

Recordó otros combates que no empezaron bien para él. La primera vez que se vio contra las cuerdas alcanzó un nuevo estado, el Ascendido, y pudo acabar con todo el peligro. En otra ocasión, la más recordada por la sociedad, llegó al estado Universal, que lo dejó varios meses sin energías.

¿Pero qué podía hacer ahora?

Había alcanzado su máximo, el estado que sin pensárselo mucho había apodado como "Total", y no lo veía suficiente. ¿Cómo era posible que controlar toda la esencia que existía no fuera suficiente?

Falta de potencia.

Podía controlar toda la esencia que quisiera, pero si el rival lograba dominar el control de esencia hasta el mismo nivel, sus ataques eran inútiles.

Le seguía pareciendo ilógico. Algo le hacía adivinar que sus ataques no podrían acabar con todos los enemigos que se le acercaban, pero precisamente su maestría le había asegurado siempre una potencia aterradora. Y, en realidad, seguía siendo así. No existía ser en el universo que pudiera resistir un sólo ataque suyo a máxima potencia.

El problema es que no estaba luchando contra uno, dos, diez, cien o mil enemigos. Tenía que enfrentarse a más de ochocientos millones de seres de los cuales sólo sabía que poseían unas habilidades cercanas a la suya, sin contar, por suerte, el control de esencia.

Todo estaba perdido.

No tendría tiempo de acabar con más de tres o cuatro millones.

Los demás se le echarían encima y acabarían por derrotarlo.

La humanidad entera dependía de él, y estaba condenada.

"No queda más remedio".

Alzó la vista al cielo, al punto del que provenía el poder. Tragó saliva una última vez y se dirigió al lugar con una velocidad pasmosa. Y, casi en la mesosfera, allí estaban: hordas y hordas de enemigos que ocupaban todo su campo de vista. Se plantó delante de ellos.

Pero siguieron avanzando, ignorándolo.

Desconcertado, se desvaneció y apareció algo más atrás, de nuevo delante de todo el grupo, que no dejaba de avanzar hacia la superficie de la Tierra. Les gritó que se detuvieran y se enfrentaran a él, pero destruir a una sola persona no era su objetivo.  De repente, pusieron rumbo a todos los puntos del planeta con una rapidez increíble.

Él no supo cómo reaccionar. Era la primera vez que alguien lo ignoraba sabiendo de su nivel de poder: esas cosas eran máquinas de matar y todo lo que no formara parte de su objetivo de "limpiar" el planeta de humanos no les importaba.

Y así lo hicieron.

Empezaron a masacrar ciudades enteras, sin ni siquiera formar grupos: eran suficientes como para atacar cada metro cuadrado del mundo a la vez.

Él seguía atónito, contemplando los masivos destrozos que se veían incluso desde el espacio.

Y supo que ni siquiera tenía opción de intentarlo.

Debía atacar a todos y cada uno de los invasores a la vez y con la misma potencia. Eso implicaba tener que desdoblarse en ocho millones de copias suyas. Sólo para poder crearlas ya tenía que usar todo su poder, y se suponía normalmente que esa era la parte "que no obligaba a usar mucha energía". La otra parte, obviamente, era atacar: no tenía suficiente esencia bajo su control como para hacerlo.

Pero ni siquiera absorbiendo la esencia de todo un Universo podía acabar con todos, porque, una vez más, su potencia de ataque no tenía la condición de "suprema" para esos rivales. Era normal.

Se sintió normal.

Se sintió indefenso, humano.

Y precisamente eso le vino a la mente. Los humanos, como él, que estaban siendo masacrados ante sus ojos.

Tenía que acabar con ello, costara lo que costara. Costara lo que costara... Sin excepción.





Se transportó a un Universo que estaba a eones del suyo. Observó como seis planetas diferentes poseían vida. Se sintió un monstruo egoísta, pero a la vez no tenía opción.

Y empezó a absorber esencia. A una velocidad absurda, y en cantidades imposibles. No tenía tiempo.

Su cuerpo, así como su propia esencia, no lo resistió: acabó por mezclarse con la absorbida, algo irreversible, para su desgracia. Sabía que no podría seguir absorbiendo durante mucho rato a ese ritmo. Se apropió de la esencia de doce universos, nunca había llegado a esos niveles. Sentía que su cuerpo cada vez tenía menos sensibilidad. Cada vez había menos materia, sólo su mente y su cuerpo, ahora etéreo pero de aspecto material, seguían ahí, sin detener el proceso de absorción, que iba a más. 

Adoptó un tono blanquecino, con destellos de todos los colores que podía imaginar. Sólo quedaba una versión etérea de lo que había sido su cuerpo. Se sintió aterrorizado. Aún se distinguían perfectamente las facciones de su cara, y los tonos de la piel seguían, aunque difuminado, parcialmente visibles. El pelo también seguía siendo de un color negro, más claro ahora. Sintió que su cuerpo ya no podía acumular más esencia dentro. Era como si fuera a explotar de un momento a otro. 

Notó que su mente flaqueó por una milésima de segundo. Y dejó de absorber.

Si dejaba de poder controlar su propia mente, sacrificar su cuerpo físico para conseguir la energía suficiente no habría servido de nada.

Abrió los ojos. 

No tenía absolutamente nada a su alrededor. 

Todo estaba negro: ni una estrella, ni un planeta, ni un haz de luz: nada. 

Sabía que habían decenas de universos más que habían acabado igual al absorber su esencia, pero no podía permitirse perder tiempo pensando en ello.


Se transportó a la Tierra otra vez, sintiendo cómo la imposible cantidad de esencia que había adoptado la forma de su cuerpo era cada vez más inestable. Nunca había imaginado que se pudiera acumular tantísima en un sólo punto. 



Levantó la mano y movió el dedo índice, brillante y desprendiendo esencia de un color blanco.
Lo extendió de golpe, como si señalara algo, pero sin utilizar ningún tipo de fuerza.
Y sólo con la energía que su dedo tenía acumulada al moverlo, creó un titánico agujero negro.

Ni siquiera le sorprendió. 

Sabía que no podía ser más poderoso que con esa forma. 
"Pero me cuesta la vida", pensó.

Era cierto. Absorber toda la esencia que podía imaginar le había costado su cuerpo, y pronto explotaría su propio ser por acumular tanta cantidad en un punto tan reducido como era el cuerpo de un humano. Pero no le quedaba otra.

Miró hacia abajo. 

Quedó sombrado. El tono azulado del planeta estaba mezclado ahora con un color oscuro, un marrón rojizo que impregnaba cada centímetro de tierra que alcanzaba a ver. 

No podía perder más tiempo. 

Apretó los puños y los dientes, se liberó de cualquier sentimiento y dejó que su poder explotara dentro de él: estaba al máximo. Un segundo después, ocho millones de copias suyas estaban ya luchando por la vida. 

                              Cada enemigo aguantaba sus golpes de una forma increíble. 


No eran lo suficientemente rápidos, mas sin duda eran resistentes. Pero no como para resistir al agujero negro andante en el que se habían convertido él y, por ende, sus copias. Golpeaba sin parar mientras estas calcaban sus movimientos en el segundo exacto en el que los llevaba a cabo. Necesitaba ser aún más rápido. Necesitaba golpear con aún más fuerza.

Un puñetazo al rostro metálico de esas cosas los dejaba aturdidos una milésima de segundo que aprovechaba para encadenar, siempre en el mismo orden, tres golpes más: estómago, rostro y pecho. No podía permitirse crear ocho millones de estrategias con el comportamiento que observara de cada enemigo, pero sí utilizar una combinación que, aunque fallase en algún golpe, le asegurara poder continuar con otro ataque.

Empezaba a sentir un tremendo dolor en todo su ser. Ya no lo podía llamar cuerpo, pues no era físico, pero sentía cómo toda su esencia estaba siendo destruída en cada golpe. 

Se estaba desintegrando. 

Los enemigos ni siquiera veían venir los golpes. Había memorizado de forma tan exacta la combinación de tres ataques que cada vez era más veloz. Sin embargo, seguía consumiéndose.

El tono grisáceo y rojizo con el que esas cosas habían llenado la superfície del planeta se estaba viendo superado por una brillante estela blanca con destellos rojizos, del color del fuego, que avanzaba sin parar a base de golpes. 

La gente que quedaba viva, que no era más de la mitad de la población mundial que había horas atrás, levantaba la vista al cielo y veía cómo esos guerreros nacidos de su salvador, hechos a su imagen y semejanza, estaban destrozando a los invasores. Los veían sobrevolar sus cabezas golpeando sin parar, acabando con toda amenaza, y persiguiendo un instante después a un nuevo objetivo al que eliminar. Y habían ocho millones a los que dirigirse.

Los invasores acabaron sucumbiendo. Uno a uno iban cayendo y la gente lo vio como otra hazaña de su "dios en la Tierra", de su guardián. Pero no era una más.

Él mismo acabó con el último. Le propinó un pueñetazo cargado de fúria que lo atravesó incluso con la dureza del cuerpo que tenían esas bestias. Las copias desaparecieron una vez cumplida su labor. 





Sólo quedó él. Había ganado.
Pero también perdido.




 

Sintió sangre brotando de su boca, pero nada salía de ella.

Estaba completamente destrozado.

 Muerto, pero sin haber dejado de respirar.



Poco quedaba de sí mismo, por desgracia.

Seguía con un tono blanquecino, etéreo, que cada vez era más difuso. Unos destellos del color del fuego se desprendían de sus brazos y sus piernas. La gente creía que era una muestra de su poder, pero se equivocaban: esa era ya la esencia propia del ser que constituye a la persona. Era lo que le hacía seguir existiendo. Y cada vez poseía menos.

Exhausto, casi sin poder respirar, se elevó hasta la exosfera. Contempló el planeta. 

Su planeta.

 Plagado de destrozos, fuego y víctimas; pero salvado. Sabía que las personas podrían reconstruir todo lo que había sido masacrado, pero la cantidad de muertos era horrible. 

Aún así, una vez más, pudo escuchar como la gente celebraba su victoria. Un grito al cielo, una llamada al futuro llena de ilusión y esperanza; una plegaria por la vida que tendrían que vivir sin todos aquellos que habían perecido en la invasión. Un agradecimiento a él, al fin y al cabo.

Miró el planeta con melancolía. No podría revivir o salvarse. Pero se sentía aliviado
No feliz, pero sí aliviado. 

Sonrió.

Y desapareció fundiéndose con el todo y, a la vez, con la nada.


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